Es mucho peor cuando la recomendación es vehiculizada con pasión o intensidad, lagrimas-en-los-ojos, esto-es-lo-mejor-que-escuche-en-mi-vida, "esta película me hizo perder la razón y terminé comiéndome mis propias heces en un Sanatorio durante 11 meses". Dios, ¿y si es una cagada? ¿Y si el primer disco experimental de Sia es PEOR que lo más comercial? ¿Y si la literatura rusa no es lo mio y a las 10 páginas de Gógol dejé el libro de lado y me estoy masturbando porque mi interés por rastrear el orígen del título de un lado B de Joy Division no es más fuerte que mis ganas de acabar pensando precisamente en quien me regaló el libro? ¿Cómo procedo?
Porque ese es el quid del asunto: la recomendación se profiere, mis oídos la captan, mi rostro (automaticamente) pone una mueca receptiva. Doy todas las señales de que a) sí, b) estoy muy contento de que me recomiendes algo y c) voy a dedicarle una atención y energía obsesivas a fagocitar a mi mente esto que me recomendás, d) de ninguna manera voy a ignorarlo ni mucho menos ver el capitulo por arriba, escuchar la canción mientras cocino, leer el libro a lo largo de 46 años (el implícito de todo el pacto en sí: el grado y seriedad con que acepte tu recomendación es el mismo grado y seriedad con que te tomo y valoro como persona y afecto en mi vida). Pero supongamos que sí, que interrumpo mi vida, consumo el item recomendado, y ugh, no no no, esto es cuanto menos mediocre cuanto más una bosta, ¿cómo procedo?
Si es una interacción cara a cara y me acaban de mostrar una canción, y mi interlocutor no es hijo de hermanos, una mueca medio agraciada y un "¡Buenisimo!" es un insulto a su inteligencia: estoy acorralado, no puedo fingir agrado pero tampoco puedo ser abiertamente desagradable. Una frase algo entusiasta, un contacto visual vergonzoso, y sentirme sucio y degenerado: acabo de aplastar la ilusión con que me recomendaron algo. Si es una interacción virtual quizá el asunto no es mucho mejor: "¿Viste la serie que te recomendé hace dos semanas?" es el equivalente lingüístico del calor general que te recorre el cuerpo en ese microsegundo que pasa cuando duchándote te resbalás no llegás a agarrate y entendés que listo, ya está, así te vas de este mundo, nuca rota, en pelotas y a que te encuentren dentro de diez días por el olor a moho que sintió Nora la vecina del 8ºD. No hay respuesta intermedia entre "No, no vi tu serie de mierda, soy un asco que no le dedica tiempo en su vida a más cosas que las que él cree importantes" y "Sí, vi tu serie y me encantó y ¿quién mierda me devuelve esas dos semanas de mi vida?". La opción más saludable es tirar el celular al piso con mucha fuerza pero en mi experiencia el aparato tarda un minuto en apagarse del todo, y ese minuto sin respuesta habla por sí solo: me cagué en tu recomendación o sí, la tomé a bien y ahora tengo un problema con eso.
Recapitulando, siento que las recomendaciones de productos artisticos, especialmente cuando vienen de personas allegadas y algo emocionadas, son un pacto inmediato, total, masivo, importantísimas. Es un contrato, es normativo, unidireccional: No tengo más que dos opciones: considerar seria y profusamente la cosa recomendada e iniciar un descenso espiralado hacia la obsesión y el sobreanálisis -porque no puedo disfrutar de las cosas como una persona normal-, o ignorar la recomendación, ponerla bajo la alfombra, y ser una mierda, y hacer sentir mal al otro. Una frase que circula por Internet acompañada de un dibujo digno de un oligofrénico dice algo asi como que "Si alguien te da una canción escuchala porque te está dando un pedazo de su corazón". Bueno, esa frase de mierda y la verdad que encierra me hacen más mal que la inflación y que a quienes odio sean felices.
Este es el trasfondo que se ejecuta cuando mi ex me recomienda de la nada "The End of the Tour" (2015), "una película que te va a re gustar". Por suerte es por la vía virtual, lo cual hace que el primer paso sea sencillo: "Buenisimo, la voy a ver". Pero el segundo paso, el chequeo, ugh, si llega a suceder -porque hay chances que siendo mi ex no haya chequeo empírico- va a ser un garrón, porque probablemente no vaya a ver la película, querida: ahora mismo soy objeto de una conspiración universal cuya meta es hacerme infeliz y puta que el plan va a la perfección, y no tengo ganas ni tiempo ni energia.
Sin embargo, hay una brecha en esa conspiración universal. Alguno de los energúmenos que tejen mi desgracia se quedó dormido y Google mediante descubro que la película retrata el tour de cinco días que el escritor David Foster Wallace (1962-2008) compartió en 1998 con David Lipsky, un periodista de la Rolling Stone. Wallace acababa de publicar "Infinite Jest", un libraco que había enamorado a la critica estadounidense, y estaba promocionando el libro por el país, como buen escritor que era, con una pata en la academia -daba clases en un college yanqui- y una pata en la vida real. Lipsky no cree que el libro pueda ser tan bueno, asi que hace lo que ninguno de nosotros haría para formarse un juicio propio: lo lee, y en algún momento de esa lectura putea por lo bajo al ver que es excelente, y se embarca en el tour con Wallace en calidad de corresponsal de la revista.
Wallace es una figura de la que yo había escuchado hablar bastante y de la que en alguna noche de insomnio me habia tragado su biografía versión Wikipedia. Nota del Editor: Por supuesto, al momento de hacer esta reseña no leí el libro porque cuesta dos mil pesos argentinos y todos los datos que estoy citando, excepto los de la película, son producto de una busqueda superficial, nada profunda y ad-hoc de datos sobre el tipo, cosa que igualmente responde al modus operandi de cómo creo que la mayoría de los veinteañeros con ínsuflas de escritores y críticos de cosas hacen sus reseñas (si no sabés nada del tema no escribís nada, y si sabés todo del tema no te quedás con escribir una entrada en un blog: es del delicado equilibrio entre no saber un carajo y saber todo, es del espacio que queda de llenar agujeros enormes con data fragmentada, de donde brota este género en el cual me inicio).
Mi interés previo por Wallace, y su carácter de autor que aman los hipsters hizo que rápidamente ese pacto vicioso de recomendaciones se transformara en algo más normal: una persona recomendandole algo a otra. Por supuesto, ví la película, que en definitiva es una road-movie indie cálida, sutil y por momentos, increiblemente emocionante.
Para mi grata sorpresa y confirmando mis prejuicios al modo de una profecía autocumplida, la película es un retrato fascinante de varios fenómenos, y en varios niveles. En primer lugar, es un retrato fascinante de la relación extraña que se genera entre dos escritores, o entre un escritor consagrado-pero-que-rehuye-a-la-fama como Wallace y un escritor recientemente iniciado, nervioso y ambicioso que tiene aun muchas copias de su primer novela de mierda en su casa y, además, que tiene el coraje de darle una copia al autor de 'Infinite Jest' -la incomodidad palpable de ambos cuando Lipsky le regala su libro a Wallace es exquisita-. Me refiero a esa relación de dulce complacencia que por momentos deviene en competición frustrada para volver a ser una relación de amistad, porque parafraseando al personaje de Wallace en la película, después de todo 'su libro no es la gran cosa' y los tipos más que escritores son dos neuróticos. Por momentos Wallace es el padre de Lipsky: centrado, maduro, con una lucidez sencilla que raya en lo ridículo. Por momentos, Lipsky es el único sano de los dos. La relación de padrinazgo mutable que parecen haber adoptado los dos escritores durante el viaje es utilizada de forma brillante en la película como recurso para reflejar uno de los tópicos centrales de la obra: que ninguno realmente sabe lo que está haciendo.
Por otro lado, es un retrato fascinante de la competitividad -mayormente velada, por supuesto- entre dos varones, entre dos machos (en el sentido biológico del término) y entre dos mentalidades idénticas pero a la vez distintas: la película muestra a Wallace como un autor que claramente está obsesionado por su imágen pública y por no controlar el relato y la historia que va registrando y eventualmente va a publicar Lipsky, sin embargo demostrando por momentos que lo que quiere es precisamente y después de todo controlar el relato y la historia de Lipsky. Se debate entre permitir y aceptar la pureza y naturalidad del relato espontáneo que va armando Lipsky, y explotar en pequeñas diatribas sobre cómo no le interesa lo que piensen de él, precisamente demostrando en el acto que le interesa bastante. Lipsky, con una mentalidad claramente más juvenil y oportunista, está decidido a retratar al Wallace real, al que no se muestra para nada en 'Infinite Jest' -o que se muestra tanto que se vuelve invisible-: al Wallace que vive apegado a sus perros que trata como a hijos, que no tiene televisión porque se volvería adicto a ella, que usa una bandana porque en cierto momento de su vida sintió que iba a evitarle que le 'estallara la cabeza', y que estuvo parte de su vida deprimido y usando el alcohol como anestesia crónica porque descubrió, a los 28 años, que quizá eso era todo y que su vida atascada no iba a cambiar jamás. Dado que la meta de la revista es vender ejemplares, cuanto más dramática la historia, más atractiva. Wallace, que es un neurótico pero no un idiota, percibe esto, y trata de encausar a Lipsky a lo largo de las respuestas que le va dando a sus preguntas constantes y a su grabador constantemente irritante. Lo exquisito en este punto es que Wallace falla cada vez, diciendo una cosa para luego percibir el conflicto de una respuesta poco o nada auténtica, desdecirse y ser progresivamente más honesto; y Lipsky, por su parte, falla cada vez en el intento de ser coherente y mantener solo una de sus dos caras, las cuales se reemplazan sin ningún control: la de periodista sin escrúpulos que sólo quiere saber qué hacía Wallace con la heroína, y la de admirador sorprendido y honrado de poder acompañar al hombre de la bandana a hablar de su obra de mil páginas a personas que bien no podrían estar ahí y no haría ninguna diferencia.
La dimensión de 'lucha de varones' de la relación, y su solapamiento con la tensión de la relación paternal y alternada que asumen Wallace y Lipsky, es evidente cuando el primero le presenta dos mujeres al segundo: una de las mujeres es una fan que se ha convertido en 'asidua' de Wallace -no queda claro si tienen una relación carnal o no-. La segunda es colega de la época en que el ahora célebre escritor hacía estudios de posgrado. Lipsky entiende el primer mensaje de Wallace: hay algo con la fan, pero no con la amiga de los posgrados. A partir de entonces, Lipsky flirtea con ella reiteradamente. Cuando Wallace lo percibe, se muestra molesto, pero al comienzo no expresa objeción alguna. Es sólo cuando Lipsky intercambia direcciones postales con la chica de los posgrados que Wallace lo intercepta en la cocina de su casa en una de las escenas mas impresionantes de la película. La breve charla entre ambos, al igual que toda la pelicula, tiene más capas que una lasagna: primero que nada, es una defensa del territorio. "Es mi amiga, está fuera de lo que te corresponde". Pero también es un llamamiento moral -algo extraño viniendo de Wallace-: Lipsky tiene una novia que lo espera en su ciudad natal, y ya le ha confesado a Wallace que en el pasado ha querido ponerla bastante, y que en el presente eso no parece haber cambiado. Esto es precisamente lo que el hombre de la bandana le espeta a Lipsky: "¿Qué estás haciendo? Alguien te espera en casa". El llamamiento moral no es sagrado, sin embargo: no viene de un decálogo grabado en arcilla bajadas del cielo por un barbudo esquizofrénico. Contrariamente, es muy mundano, y se pronuncia con un tono de extrañamiento paterno. Wallace, que en muchos aspectos no es más que un adolescente disfuncional, arrincona a Lipsky, igualmente disfuncional, contra la heladera de su cocina y le habla como amigo, como varón y como padre. Todos los encontronazos que tendrán Lipsky y Wallace durante la película le arrancan lágrimas al primero, quien claramente permite que Wallace se le meta bajo la piel. El tipo peculiar de relación que Lipsky adopta con Wallace es aún más clara en una escena anterior. Nuestro hombre de la bandana insta a que el periodista llame a su novia -que aprecia más la prosa de Wallace que la de su propia pareja- y le permita hablar con él. Wallace habla con la pareja de Lipsky durante media hora, en un acto que no parece tan seductor como sarcástico y muy propio de la perspectiva de Wallace sobre la vida en general. Sin embargo Lipsky luego le recrimina a su novia de una forma visiblemente celosa preguntándole qué es lo que acaba de hacer.
Finalmente, y de todos los otros temas que la película plantea usando la relación de ambos como excusa, el eje transversal de la cuestión y del vínculo entre Wallace y Lipsky parece ser la maduración. Concretamente, la película es una crónica apabullantemente bella sobre los cortocircuitos producidos en el proceso que resulta del encuentro de dos personas que, en distintos niveles y contextos, temen volverse lo que están llamados a ser -lo que ellos consideran que pueden y deben ser-. Siendo violentamente reduccionista, podría decirse que la película es un retrato del fuerte encuentro y desencuentro de dos anormales que desean precisamente lo que tienen al alcance de las manos (fama, mujeres, compañía, incluso libertad) pero que temen alcanzarlo. Algo así como una narración de las causas y más que nada las consecuencias de ese movimiento temeroso y dubitativo hacia las metas propias más viscerales y personales. Las memorias que Lipsky escribió y publicó en 2010 sobre todo este episodio, y que da pie a la película, se titularon precisamente "Although Of Course You End Up Becoming Yourself": algo que se traduce al español como "Aunque, por supuesto, te terminas convirtiendo en tí mismo". Esto, que puede leerse como un lamento irónico o como una redención inevitable, destila algunas de las emociones que como ser humano uno no puede evitar contraer durante la película: incomodidad ante los primeros contactos entre un Wallace tranquilo pero a la defensiva y un Lipsky infantil e invasivo; desconcierto ante las primeras conversaciones francamente inconexas entre ambos; una progresiva calma cuando uno como espectador siente que los dos robots que antes protagonizaban la película han depuesto sus armas y se muestran más humanos y frágiles; sorpresa cuando los personajes rompen sus respectivos guiones, y por supuesto la intensa identificación con alguno de los protagonistas, si no con ambos, que en definitiva no son más que dos caras de la misma moneda.
Sobreviene hacia el final de la película el inevitable climax, donde se juegan el gran premio todas las peliculas independientes y que, como esta, apelan a la emoción y a la conexión con personajes bizarros pero aún así humanos y reales. Sabemos desde la primer escena de la película que Wallace se suicida en 2008, colgándose de una viga de su casa, y que es esto lo que provoca que Lipsky busque y desempolve los cassettes grabados en el tour, los introduzca en su vieja casetera, y suelte como con horror y miedo el aparato cuando al darle play la voz de Wallace sale por el auricular. Esa sorpresa emocionada de Lipsky, al igual toda la película, se explica de forma retrospectiva, cuando entendemos cómo ha cerrado su relación con Wallace; con qué lo ha sorprendido este justo antes de que ambos se despidan. Aún si han existido altibajos, los cinco días se han desarrollado de una forma bastante uniforme: tedio, cansancio, timidez, desinterés, choque de egos, fascinación. Subsiste entre Lipsky y Wallace -como también en el espectador- la impresión de que ninguno se ha abierto de forma total; que ninguno ha mostrado su faz más personal y humana, y que después de todo la cuestión ha sido un trámite donde un periodista aumenta su exposición y fama a expensas de otro escritor al que tampoco le viene mal la prensa. Sin embargo, dos cuestiones, una principal y una accesoria, ambas tan simples como efectivas, rompen la inercia: Wallace le confiesa a Lipsky que baila swin -o un género contemporáneo similar- en una iglesia baptista. Dice, como con verguenza, que le gusta bailar. Lipsky está impávido: no puede creerlo. No imagina bailando y riendo a ese hombre enorme y apático que tiene en frente y que estuvo a su lado durante cinco días diciéndose y desdiciéndose sobre la televisión, la música, la fama, la humanidad. James Ponsoldt, el director de la obra, sabe cómo encajar un gancho en el estómago, y a la perplejidad e impavidez de Lipsky -que a esta altura es también la del espectador- le responde con la última toma en la que Wallace aparece en la película: con 'The Big Ship' de Brian Eno de fondo, y en cámara lenta, Wallace aparece bailando feliz y despreocupado, de una forma que da tanta verguenza ajena como ganas de llorar, puesto que nosotros hemos sido testigos de la prisión que parece haberse autoimpuesto en su epopeya por atender y no atender al llamado de 'ser escritor'. Lipsky, por su parte, ha tenido su momento equivalente: en cuanto Wallace sale de la casa para sacar el hielo que se ha acumulado sobre los autos, el periodista recorre frenética y cómicamente la casa de Wallace narrando desesperado al grabador cada cosa que ve -una frase religiosa pegada en el baño, un poster, los perros-, como si, conciente de que el tiempo va a ser inclemente con sus recuerdos, tuviera unos pocos minutos disponibles para registrar cada cosa de ese, el lugar que él ha elegido sea su objeto de adoración.
Wallace baila sin pudor, de una forma muy humana. Lipsky corre nervioso por la casa y hace una crónica rápida del entorno de Wallace. Es una metáfora de lo que ambos protagonistas reconocen en cierto momento de la película: que Wallace ya ha llegado a donde suponía que quería llegar pero aún no ha llegado realmente, o no del todo, o no era lo que realmente quería, y que Lipsky está intentando llegar a donde Wallace ya ha llegado. Wallace parece bailar en el contexto del sinsentido y del absurdo que pregna su perspectiva de las cosas: no queda claro si lo hace como forma de avanzar en ese 'convertirse en uno mismo', o como forma de acompañar el hecho de que esa es una empresa imposible, y por tanto doblemente absurda. Lipsky, fiel a su obsesión, registra sus alrededores con o sin consciencia de que eso en algún momento no importará (quizá eso es precisamente lo que entiende al inicio de la película, cuando se entera que Wallace se ha suicidado). Ambas imágenes son frenéticas: inducen impresión de cinética, de movimiento, de prisa. En ambas, nuestros protagonistas son auténticamente felices. Si esa felicidad es duradera, o si el suicido de Wallace y el ambivalente presente de Lipsky son contrapuntos amargos que cierran ese 'final del tour' que en definitiva es la vida de ambos, es una conclusión que el propio espectador debe extraer. Con todo, es seguro que la película transmite una idea tan intensa como paradójicamente esperanzadora: lo absurdo e inconexo de la existencia no resta valor o dignidad al aparentemente inexorable destino que nos forjamos constantemente.