domingo, 5 de julio de 2020

De Hiatos y Grietas - "Punisher" de Phoebe Bridgers (2020)

¿Cómo puede Phoebe Bridgers tener dos años menos que yo y haber vivido lo que parecen ser tres vidas humanas enteras?

Tengo la hipótesis -bastante temible, de ser cierta- de que todo es lo suficientemente interesante, o venerable, o inclusive maravilloso si nos detenemos y le prestamos la suficiente atención. Si hacemos zoom y nos concentramos en los límites, en las superficies, en las marcas, en las formas. Tengo la hipótesis adicional de que con la música en particular sucede eso: si ponemos en pausa nuestros parámetros y gustos -siempre tan a flor de piel-, si nos detenemos y profundizamos en una letra, un disco o un artista, vamos a encontrar casi siempre algo admirable, algo impactante, algo importante. Algo que nos sacuda, incluso que nos deje en eso que los yanquis llaman "awe" (una reverencia combinada con miedo y respeto). Supongo que la mayoría de nosotros tenemos algo para decir, y que la mayoría de nosotros estamos demasiado ocupados para escuchar lo que los demás tienen para decir, pero también que si nos detenemos y nos enfocamos, encontramos universos (a falta de una palabra mejor) en las cosas.

Esta idea no es 100% mía, claro: le pertenece a la humanidad y en particular a una amiga cercana, que puede o puede no experimentarla de forma intensa a causa de drogas alucinógenas. Pero bueno, se entiende.

Se requiere mucho coraje para mostrar los huesos, tal como hace Bridgers en este disco

El segundo disco de Phoebe Bridgers -la jovencísima, talentosísima, graciosísima, alternativísima cantautora norteamericana- es, en primer lugar, precisamente eso: un universo. Es un pequeño cosmos con límites propios, pero que se vuelven evidentes sólo si nos zambullimos. Como calificativos y modificadores directos, podemos decir que es un universo onírico, es un universo nebuloso, es un universo etéreo. En este, su segundo disco, Phoebe continúa lo que empezó en su disco debut con letras introspectivas, dramas autobiográficos y guitarras espaciadas y ambientales. Pero cambia en al menos dos direcciones: esos dramas ahora tienen esquinas más filosas, y la música (en particular las guitarras y cuerdas) están mayoritariamente detrás de un velo grueso, y nos llegan desde lejos, a veces apenas desafinados, a veces sencillamente distantes. La canción que abre el disco, "DVD Menu" (una introducción instrumental y casi literal al disco que loopea una melodía del primer disco de Bridgers) nos sugiere que el álbum es una experiencia, o una unidad, o una entidad discreta, y la canción que sigue, "Garden Song", refuerza ese aspecto etéreo y onírico como telón del disco. Con su voz suave y característica, Phoebe fantasea con vivir en la casa con jardínes del interlocutor, una casa en la que ya vivió "hasta que todo se consumió en llamas excepto las muescas en los marcos de las puertas". El futuro es descrito como un sueño: en él encontrará a su interlocutor (posiblemente un interés amoroso) quien le tocará la pierna pero con quien no llegará a tener sexo porque el sueño termina súbitamente. En el sueño, Phoebe consigue todo lo que quiso, y tiene todo lo que alguna vez deseó.

"Kyoto" rompe con la ensoñación y aplasta con sus guitarras definidas y vientos tan bien orquestrados, y nos narra el día libre de Phoebe en Kyoto, donde visita templos, tiendas de videojuegos, y hace llamadas a través de teléfonos fijos. Pero, otra vez, aparece el recuerdo: el interlocutor (misterioso y siempre presente: las canciones de esta piba son diálogos unidireccionales y confesiones anónimas) que alguna vez llamó para desear un feliz cumpleaños y erró por diez días; el par (¿un familiar? ¿El padre?) que reparó un tractor y les permitió manejarlo a Phoebe y a su hermano menor. "No te perdono / pero no me lo recuerdes todo el tiempo". Si "Kyoto" nos despertó del sueño de "Garden Song", la canción homónima, "Punisher", nos devuelve a un ambiente onírico, donde otra vez hay caminatas, recorridos, casas habitadas en el pasado, y cierta nostalgia por lo desconocido: "¿Qué pasaría si te dijera / que siento que te conozco / aunque nunca nos vimos?". Bridgers confirma el temor de Foster Wallace: se puede extrañar algo o alguien a quien nunca se conoció. Y en "Halloween" -otra canción que nos llega a través de un estado de duermevela- la cantautora nos recuerda cuán bien maneja la ironía y el humor oscuro: otra vez recordando, esta vez nos cuenta que odiaba vivir junto al hospital y que si se despertaba por las sirenas, "más vale que fuera porque alguien se estaba muriendo". El pasado tira, pero no es una fuerza impersonal, sino encarnada: "Harta de las preguntas que continúo haciéndote / que te hacen vivir en el pasado / pero puedo contar con que me dirás la verdad / cuando has estado bebiendo y llevas puesta una máscara". Sucede que es Halloween (esa esquiva tradición que los cristianos olvidan que tiene raíces tanto paganas como doctrinales). Y en Halloween "podemos ser cualquier cosa".

Una de mis canciones favoritas en el disco, "Chinese Satellite" sintetiza bien el choque entre las expectativas y la realidad, entre lo que deseamos (o lo que desearíamos desear, dado que en realidad no lo deseamos) y lo que el mundo nos ofrece. Phoebe ha estado caminando en círculos (en un sentido personal más que literal) "fingiendo ser yo misma". Pero "¿por qué alguien haría eso a propósito / cuando podrían ser algo más?". Repitiendo la letra de una canción que no le pertenece, el lado romántico de la artista la lleva a caminar para ver las estrellas. Pero es 2019: no hay un cielo estrellado, no hay luces. Por lo que Bridgers le pide un deseo a lo que probablemente sea un satélite chino. Mirando al cielo, "quiero creer / pero sólo veo el cielo y no siento nada / Sabes que odio estar sola / Quiero estar equivocada". Bridgers recuerda cuando su interlocutor discutía a gritos contra los evangélicos (¿Quién no?) y los evangélicos le respondían también a gritos: "Me dijiste que nunca sería tu vegetal / porque una vez que te vas, es para siempre / Pero sabes que me pararía en la esquina / Avergonzada y con un cartel / Si eso significase que te vería cuando me muera". Sea que le hable a una persona muerta o de forma figurada a un amor ausente, Phoebe intenta luchar contra su escepticismo, dispuesta a volverse uno de esos dementes religiosos en harapos con carteles sobre el apocalipsis, sólo para terminar viendo su escepticismo reforzado al terminar rezándole a una máquina construida por manos humanas que surca el cielo. "Cuando no puedo dormir / es una cuestión de tiempo hasta que empiezo a oir cosas / Juraría que puedo sentirte a través de las paredes / Pero eso es imposible". ¿Cuán dispuestos estamos a rendirnos y dejar de ser quienes somos, a entregar partes y convicciones propias, cuando la recompensa es un reencuentro? La frase "Todos somos ateos hasta que el avión empieza a caer" es errónea en al menos dos sentidos. Primero, como detalla genialmente Don DeLillo en White Noise, a veces conservamos un miedo purísimo y transparente mientras el avión cae, sin necesidad de rezar. Segundo: no necesitamos ser nosotros quienes vamos en el avión que cae para ver nuestras creencias en jaque. De hecho basta con que la víctima sea un ser querido, y con que la recompensa sea un reencuentro. Como jóven de 28 años, le pregunto a Phoebe: ¿Todo lo que nos rodea es función directa de lo que queremos a los demás? ¿No hay estructuras que puedan permanecer de pie cuando se empiezan a torcer ciertas clavijas, verdad?

¿Estamos solos?

"Moon Song" combina el motif del amor/sexo no recíproco con la frustración y la satisfacción onírica: el interlocutor no da a la narradora (o a Phoebe) lo que ella quiere, y después de discutir sobre Eric Clapton y John Lennon, ella se va a dormir enojada pero sueña que él (el interlocutor) está cantando en su cumpleaños. "Nunca te vi sonreir tanto / Y el cumpleaños es temático sobre el mar / Y hay algo que se supone que debo decir / Pero juro por mi vida que no puedo / Recordar qué". Los últimos versos de la canción son llamativamente tétricos. Me ahorro comentarios y los insto a que los consulten ustedes. Pero esa sensación de offside se enlaza con sentimientos estrangulados y con malentendidos radicales, el tema central de "I See You", donde Bridgers canta irónicamente "Si eres una obra de arte / entonces estoy parada demasiado cerca / Puedo ver las pinceladas / Odio a tu madre / Odio cuando abre la boca / Es increíble cuánto puedes decir / Sin saber de lo que estás hablando". Madre a un lado, Phoebe admite que siente cosas cuando ve al interlocutor (lo cual es un milagro para alguien como Bridgers que convive constantemente con un sentimiento de anhedonia crónico y que, como muestra en el disco, ensaya diversas maneras de sentir, de creer, de experimentar la vida). Pero el problema no es tanto del cuadro o del artista como de la observadora: "No sé lo que quiero / hasta que la cago".

El disco cierra con "I Know The End", mi otra favorita. Y es que no puede no ser una favorita, hermano, dale, media pila. Después de añorar el hogar lejano y de sentirse melancólica, Phoebe fantasea con "hacer tres clicks y estar en casa" (como Dorothy en El Mago de Oz). Admite que está "romantizando una vida tranquila" y que "no hay lugar como mi cuarto". Pero, como todo en este disco, la meta está lejos de la ubicación actual: aunque se añora el hogar, allí no está la persona que se desea. Esa persona "se tuvo que ir" (¿Muerta? ¿Ausente?), y Phoebe lo entiende, lo que explica que no haya prisa por volver. Es factible que el objeto de la canción sea una pareja o ex-pareja, a quien Phoebe "siempre aleja de sí", pero que "siempre vuelve como la gravedad", y que cuando ella llama, él "viene a casa / con un pájaro entre los dientes". Relaciones problemáticas y ciclos de alejamientos y acercamientos (como el cosmos de "Chinese Satellite"). Phoebe se admite como una persona compleja y difícil, que no va a permitir (como Dorothy) que su ciudad sea engullida por un tornado. Al revés, va a invertir la regla, y perseguir el tornado. En el crescendo que lleva hacia el final enloquecido y reverberante del álbum, Phoebe precisamente hace eso: persigue al tornado, en el sentido de avanzar registrando e incorporando los elementos a su paso. Manejando bajo el sol, cubierta de luz, buscando un mito de origen pero sólo logrando romperse los dientes, gritando encima de una canción (Old Country Road, probablemente), Phoebe es asaltada por elementos que son simbólicos (aunque paganos) en la vida de cualquier veinteñaero/a/e en el siglo XXI: mataderos, tiendas de descuentos, fichines, temor de Dios, ventanas bajas, calentadores encendidos, truenos, conspiranoicos y creyentes. Por entre todo esto (que replica en escala pequeña todas las demás viñetas del disco), Phoebe apunta a un sólo objetivo: encontrar un nuevo lugar donde pertenecer, "una casa encantada con una cerca / donde flotar y asustar a mis amigos". Por sobre un frenesí de cuerdas y guitarras ascendentes, Phoebe canta que no tiene miedo de desaparecer, y que la marquesina señala que "El fin se acerca". Ella se da vuelta, y no ve nada detrás (¿Dónde están todas las cosas que acaba de nombrar?). Por lo que admite, "Sí, supongo que llegó el final", y repite la frase como un mantra, a los gritos y acompañada de sus colegas y otros músicos (Conor Oberst, Christian Lee Hutson, Julien Baker) que, hoy día y como muestran varias entrevistas, funcionan como la familia extendida de Phoebe. La canción se apaga y Phoebe queda gritando afónica sobre el vacío, y la melodía que da cierre a la canción conecta con el instrumental que abre el disco, "DVD Menu". Un disco discreto y unitario, a la vez que cíclico.

Creo que el eje del cosmos que nos presenta Bridgers en el disco es bastante inasible, y no creo poder capturarlo en palabras. Quizá esa es la gracia. Pero, si intento con fuerza, puedo decir que ese eje se vincula con el espejismo en el centro de los sueños, de las alucinaciones y, por qué no, de los deseos: el hiato, la distancia, la brecha entre lo deseado y lo obtenido, entre la expectativa y la realidad, entre lo que creímos que era y lo que la realidad nos empuja a la cara. El sueño aparece como un escape ("Moon Song", "Chinese Satellite") o como un destino ("Garden Song"), y la creencia como un puente ("Chinese Satellite") pero lo que motoriza las letras es, creo, ese sentimiento nostálgico, acerca de lo que ya no está, e incluso acerca de lo que jamás estuvo (nuevamente, Foster Wallace ubicó de forma genial esa tristeza en segundo plano propia del siglo XXI, en parte filogenética y en parte individual, que nos hace extrañar aquello cuya existencia nunca experimentamos pero que igualmente deducimos e inferimos). Ese sentimiento de falta o de carencia insoportable mueve, empuja: nos hace hablar y nos hace actuar. Por supuesto está destinado al fracaso: las palabras se olvidan, los actos no encajan. La casa de la infancia ardió hasta los cimientos, los astros se ocultan, los muertos nunca regresan, el amor no siempre es recíproco, a pesar de que llevemos al extremo nuestro "complejo de mesías" ("Savior Complex"). Y sin embargo, a pesar de todo, hablamos, actuamos... cantamos. 

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